Esta obra insólita, un auténtico estímulo para la lectura, ha sido uno de los grandes fenómenos de la edición francesa reciente. Pennac, profesor de literatura en un instituto, se propone una tarea tan simple como necesaria en nuestros días: que el adolescente pierda el miedo a la lectura, que lea por placer, que se embarque en un libro como en una aventura personal y libremente elegida. Todo ello escrito como un monólogo desenfadado, de una alegría y entusiasmo contagiosos: «En realidad, no es un libro de reflexión sobre la lectura —dice el autor—, sino una tentativa de reconciliación con el libro».
Este antimanual de literatura concluye con un decálogo no de los deberes, sino de los derechos imprescindibles del lector (derecho a no terminar un libro, a releer, etc., incluso a no leer).
EXTRACTOS
El verbo leer no soporta el imperativo. Aversión que comparte con otros verbos: el verbo «amar»…, el verbo «soñar»… Claro que siempre se puede intentar. Adelante: «¡Ámame!» «¡Sueña!» «¡Lee!» «¡Lee! ¡Pero lee de una vez, te ordeno que leas, caramba!».
Es, en un principio, el buen lector que seguiría siendo si los adultos que lo rodean alimentaran su entusiasmo en lugar de poner a prueba su competencia, si estimularan su deseo de aprender en lugar de imponerle el deber de recitar, si le acompañaran en su esfuerzo sin contentarse con esperarle a la vuelta de la esquina, si consintieran en perder tardes en lugar de intentar ganar tiempo, si hicieran vibrar el presente sin blandir la amenaza del futuro, si se negaran a convertir en dura tarea lo que era un placer, si alimentaran este placer hasta que se transmutara en deber, si sustentaran este deber en la gratuidad de cualquier aprendizaje cultural, y recuperaran ellos mismos el placer de esta gratuidad.
Pero es, de manera más cotidiana, el refugio del libro contra la crepitación de la lluvia, el silencioso deslumbramiento de las páginas contra la cadencia del metro, la novela metida en el cajón de la secretaria, la breve lectura del profe cuando se largan los alumnos, y el alumno del fondo de la clase leyendo a escondidas, mientras espera a entregar el ejercicio en blanco.
Basta una condición para esta reconciliación con la lectura: no pedir nada a cambio. Absolutamente nada. No alzar ninguna muralla de conocimientos preliminares alrededor del libro. No plantear la más mínima pregunta. No encargar el más mínimo trabajo. No añadir ni una palabra a las de las páginas leídas. Ni juicio de valor, ni explicación de vocabulario, ni análisis de texto, ni indicación biográfica…
En los primeros días del año escolar, suelo pedir a mis alumnos que me describan una biblioteca. No una biblioteca municipal, no, sino el mueble, una librería. Aquella donde coloco mis libros. Y me describen un muro. Un acantilado del saber, rigurosamente ordenado, absolutamente impenetrable, una pared contra la que sólo se puede rebotar…
En materia de lectura, nosotros, «lectores», nos permitimos todos los derechos, comenzando por aquellos que negamos a los jóvenes a los que pretendemos iniciar en la lectura.
1) El derecho a no leer.
2) El derecho a saltamos las páginas.
3) El derecho a no terminar un libro.
4) El derecho a releer.
5) El derecho a leer cualquier cosa.
6) El derecho al bovarismo.
7) El derecho a leer en cualquier sitio.
8) El derecho a hojear.
9) El derecho a leer en voz alta.
10) El derecho a callarnos.